HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Queridos hermanos y hermanas!
Pascua es la fiesta de la nueva creación. Jesús ha
resucitado y no morirá de nuevo. Ha descerrajado la puerta hacia una nueva vida
que ya no conoce ni la enfermedad ni la muerte. Ha asumido al hombre en Dios
mismo. «Ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino de Dios», dice Pablo
en la Primera Carta a los Corintios (15,50). El escritor
eclesiástico Tertuliano, en el siglo III, tuvo la audacia de escribir
refriéndose a la resurrección de Cristo y a nuestra resurrección: «Carne y
sangre, tened confianza, gracias a Cristo habéis adquirido un lugar en el cielo
y en el reino de Dios» (CCL II, 994). Se ha abierto una nueva dimensión
para el hombre. La creación se ha hecho más grande y más espaciosa. La Pascua
es el día de una nueva creación, pero precisamente por ello la Iglesia comienza
la liturgia con la antigua creación, para que aprendamos a comprender la nueva.
Así, en la Vigilia de Pascua, al principio de la Liturgia de la Palabra, se lee
el relato de la creación del mundo. En el contexto de la liturgia de este día,
hay dos aspectos particularmente importantes. En primer lugar, que se presenta
a la creación como una totalidad, de la cual forma parte la dimensión del
tiempo.
Los siete días son una imagen de un conjunto que se desarrolla en el
tiempo. Están ordenados con vistas al séptimo día, el día de la libertad de
todas las criaturas para con Dios y de las unas para con las otras. Por tanto,
la creación está orientada a la comunión entre Dios y la criatura; existe para
que haya un espacio de respuesta a la gran gloria de Dios, un encuentro de amor
y libertad. En segundo lugar, que en la Vigilia Pascual, la Iglesia comienza escuchando
ante todo la primera frase de la historia de la creación: «Dijo Dios: “Que
exista la luz”» (Gn 1,3). Como una señal, el relato de la creación
inicia con la creación de la luz. El sol y la luna son creados sólo en el
cuarto día. La narración de la creación los llama fuentes de luz, que Dios ha
puesto en el firmamento del cielo. Con ello, los priva premeditadamente del
carácter divino, que las grandes religiones les habían atribuido. No, ellos no
son dioses en modo alguno. Son cuerpos luminosos, creados por el Dios único.
Pero están precedidos por la luz, por la cual la gloria de Dios se refleja en
la naturaleza de las criaturas.
¿Qué quiere decir con esto el relato de la creación?
La luz hace posible la vida. Hace posible el encuentro. Hace posible la
comunicación. Hace posible el conocimiento, el acceso a la realidad, a la
verdad. Y, haciendo posible el conocimiento, hace posible la libertad y el
progreso. El mal se esconde. Por tanto, la luz es también una expresión del
bien, que es luminosidad y crea luminosidad. Es el día en el que podemos
actuar. El que Dios haya creado la luz significa: Dios creó el mundo como un
espacio de conocimiento y de verdad, espacio para el encuentro y la libertad,
espacio del bien y del amor. La materia prima del mundo es buena, el ser es
bueno en sí mismo. Y el mal no proviene del ser, que es creado por Dios, sino
que existe sólo en virtud de la negación. Es el «no».
En Pascua, en la mañana del primer día de la semana,
Dios vuelve a decir: «Que exista la luz». Antes había venido la noche del Monte
de los Olivos, el eclipse solar de la pasión y muerte de Jesús, la noche del
sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la creación
totalmente nueva. «Que exista la luz», dice Dios, «y existió la luz». Jesús resucita
del sepulcro. La vida es más fuerte que la muerte. El bien es más fuerte que el
mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira.
La oscuridad de los días pasados ​se disipa cuando Jesús resurge de la tumba
y se hace él mismo luz pura de Dios. Pero esto no se refiere solamente a él, ni
se refiere únicamente a la oscuridad de aquellos días. Con la resurrección de
Jesús, la luz misma vuelve a ser creada. Él nos lleva a todos tras él a la vida
nueva de la resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día
de Dios, que vale para todos nosotros.
Pero, ¿cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede llegar
todo esto a nosotros sin que se quede sólo en palabras sino que sea una
realidad en la que estamos inmersos? Por el sacramento del bautismo y la
profesión de la fe, el Señor ha construido un puente para nosotros, a través
del cual el nuevo día viene a nosotros. En el bautismo, el Señor dice a aquel
que lo recibe: Fiat lux, que exista la luz. El nuevo día, el día de
la vida indestructible llega también para nosotros. Cristo nos toma de la mano.
A partir de ahora él te apoyará y así entrarás en la luz, en la vida verdadera.
Por eso, la Iglesia antigua ha llamado al bautismo photismos,
iluminación.
¿Por qué? La oscuridad amenaza verdaderamente al
hombre porque, sí, éste puede ver y examinar las cosas tangibles, materiales,
pero no a dónde va el mundo y de dónde procede. A dónde va nuestra propia vida.
Qué es el bien y qué es el mal. La oscuridad acerca de Dios y sus valores son
la verdadera amenaza para nuestra existencia y para el mundo en general. Si
Dios y los valores, la diferencia entre el bien y el mal, permanecen en la
oscuridad, entonces todas las otras iluminaciones que nos dan un poder tan
increíble, no son sólo progreso, sino que son al mismo tiempo también amenazas
que nos ponen en peligro, a nosotros y al mundo. Hoy podemos iluminar nuestras
ciudades de manera tan deslumbrante que ya no pueden verse las estrellas
del cielo. ¿Acaso no es esta una imagen de la problemática de nuestro ser
ilustrado? En las cosas materiales, sabemos y podemos tanto, pero lo que va más
allá de esto, Dios y el bien, ya no lo conseguimos identificar. Por eso la fe,
que nos muestra la luz de Dios, es la verdadera iluminación, es una irrupción
de la luz de Dios en nuestro mundo, una apertura de nuestros ojos a la
verdadera luz.
Queridos amigos, quisiera por último añadir todavía
una anotación sobre la luz y la iluminación. En la Vigilia Pascual, la noche de
la nueva creación, la Iglesia presenta el misterio de la luz con un símbolo del
todo particular y muy humilde: el cirio pascual. Esta es una luz que vive en
virtud del sacrificio. La luz de la vela ilumina consumiéndose a sí misma. Da
luz dándose a sí misma. Así, representa de manera maravillosa el misterio
pascual de Cristo que se entrega a sí mismo, y de este modo da mucha luz. Otro
aspecto sobre el cual podemos reflexionar es que la luz de la vela es fuego. El
fuego es una fuerza que forja el mundo, un poder que transforma. Y el fuego da calor.
También en esto se hace nuevamente visible el misterio de Cristo. Cristo, la
luz, es fuego, es llama que destruye el mal, transformando así al mundo y a
nosotros mismos. Como reza una palabra de Jesús que nos ha llegado a través de
Orígenes, «quien está cerca de mí, está cerca del fuego». Y este fuego es al
mismo tiempo calor, no una luz fría, sino una luz en la que salen a nuestro
encuentro el calor y la bondad de Dios.
El gran himno del Exsultet, que el diácono
canta al comienzo de la liturgia de Pascua, nos hace notar, muy calladamente,
otro detalle más. Nos recuerda que este objeto, el cirio, se debe
principalmente a la labor de las abejas. Así, toda la creación entra en juego.
En el cirio, la creación se convierte en portadora de luz. Pero, según los
Padres, también hay una referencia implícita a la Iglesia. La cooperación de la
comunidad viva de los fieles en la Iglesia es algo parecido al trabajo de las
abejas. Construye la comunidad de la luz. Podemos ver así también en el cirio
una referencia a nosotros y a nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia,
que existe para que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo.
Roguemos al Señor en esta hora que nos haga
experimentar la alegría de su luz, y pidámosle que nosotros mismos seamos
portadores de su luz, con el fin de que, a través de la Iglesia, el esplendor
del rostro de Cristo entre en el mundo (cf. Lumen gentium, 1).
Amén.
MENSAJE
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI PARA LA CUARESMA 2012
La
Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón
de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para
que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro
camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario
marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de
vivir la alegría pascual.
Este
año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico
tomado de la Carta a los
Hebreos: «Fijémonos los
unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una
perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como
sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger
a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se
trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos
firmes «en laesperanza que
profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los
hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo,
se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar
en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta
escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24,
que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre
tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la
santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad
para con el hermano.
El primer
elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar
atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en
el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros
del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia
divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que
hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro
pasaje de la misma Carta a los
Hebreos, como invitación a
«fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por
tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el
otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no
mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con
frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que
nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera
privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada
uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que
seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas
por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor
al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad
respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos
en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el
otro a un verdaderoalter ego, a
quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la
solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán
naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el
mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está
enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento
por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre
los pueblos» (Carta. enc. Populorum
progressio [26 de marzo
de 1967], n. 66).
La
atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los
aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber
perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con
fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita,
protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad
para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro,
deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el
hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos
pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie
de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los
demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se
indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del
hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un
rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían
despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón,
ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro,
que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo
contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide
esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza
material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las
propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener
misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca
deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del
pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal
del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y
a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz
de conocerlos» (Pr 29,7).
Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt5,4), es
decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el
dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a
su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El
«fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y
aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído
en el olvido: la corrección
fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy
sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y
material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la
responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de
los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en
las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano,
sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura
leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio
todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda
reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la
corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión
profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se
entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia
enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se
equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana.
Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos
cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la
mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los
modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del
bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de
condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia,
y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo
afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales,
corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú
puedes ser tentado» (Ga 6,1).
En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra
la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la
santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos
somos débiles y caemos (cf. 1
Jn 1,8). Por lo tanto, es un
gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo,
para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del
Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y
reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con
cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”:
el don de la reciprocidad.
Este
ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la
vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y
acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una
sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos
físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la
comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que
«fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su
prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio
«sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación
mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de
la comunidad cristiana.
Los
discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una
comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo.
Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver
con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la
comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el
bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también
una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta
reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por
los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se
llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican.
«Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque
formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas
expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y
el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en
la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo
que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también
reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los
prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus
hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el
otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los
cielos (cf. Mt 5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y las
buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta
expresión de la Carta a los
Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar
la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual,
a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda
(cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca
tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor,
«como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin
ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para
descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma
crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de
crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para
alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente,
siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de
negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y
el de los demás (cf. Mt25,25ss).
Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el
cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación
personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad
recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos
y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto
grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer
y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la
Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San
Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante
un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad
al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad,
en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente
intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos
de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima
Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano,
3 de noviembre de 2011
BENEDICTUS
PP. XVI
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